Machirulo

Febrero 16, 2024 - 22:22
Machirulo

En el contexto actual, la violencia verbal dirigida hacia Lali Espósito por Javier Milei, bajo el disfraz de crítica política, revela una faceta preocupante de la violencia institucional. Este tipo de agresiones, lejos de ser meros intercambios retóricos, se inscriben en una dinámica de poder donde el discurso oficial no solo descalifica sino que también deshumaniza a la oposición. Las palabras de Milei, que califican a la artista de "parásito" y sugieren un aprovechamiento indebido de los recursos estatales, van más allá del ataque personal; encarnan una forma de violencia que, avalada por su posición de autoridad, busca silenciar y marginalizar voces disidentes.

La descripción de Lali como alguien que "vivió chupando de la teta del Estado" no es solo una vulgaridad; es un ataque deliberado a su integridad como artista y como mujer, insinuando que su éxito y sus ingresos no son fruto de su talento o esfuerzo sino de la complicidad corrupta con el poder político. Este tipo de acusaciones, provenientes de la máxima autoridad del país, tienen el efecto de legitimar y fomentar el hostigamiento por parte de seguidores y trolls en redes sociales, convirtiendo la discrepancia política en un espectáculo público de humillación y acoso.

La reacción de Lali, lejos de ser un mero desahogo, es una defensa necesaria ante una agresión que trasciende lo personal y toca las fibras más sensibles de nuestra estructura social. Cuando un líder político utiliza su plataforma para atacar de manera tan directa a un individuo, especialmente a una mujer en el ámbito público, estamos ante un claro ejemplo de violencia institucional. Esta no se manifiesta solo en las acciones físicas o en las políticas explícitas de represión, sino también en el lenguaje y en las narrativas que perpetúan la desigualdad y justifican el sometimiento de ciertos grupos o individuos.

Es imperativo reconocer que la violencia verbal en espacios políticos no solo mina los fundamentos de nuestro debate público sino que también refuerza las estructuras de poder que perpetúan la discriminación y la exclusión. La lucha contra esta forma de violencia requiere una respuesta colectiva que no solo condene los ataques personales, sino que también cuestione y transforme las dinámicas de poder que los hacen posibles.

En este contexto, la solidaridad con Lali y con todas las mujeres que enfrentan ataques similares se convierte en un acto de resistencia contra la normalización de la violencia institucional. Debemos aspirar a una sociedad donde la crítica política no se convierta en una licencia para la agresión y donde la dignidad de cada persona sea respetada, independientemente de sus opiniones o su posición social. Este es el fundamento de una democracia verdaderamente inclusiva y equitativa.